Decía San Agustin:
«Mi alma es un tesoro muy poco conocido, de donde salen todos los rayos de luz, todas las armonías, todos los perfumes, todos los colores y todos los gustos».
Desde Platón hasta nosotros se viene diciendo reiteradamente que lo bello es el esplendor de lo verdadero.
Esta opinión resulta más que cuestionable, porque lo bello y lo verdadero «no casan» en el siglo XXI.
Aunque una cosa es cierta: la auténtica verdad hace al hombre más justo.
Lo que pasa es que la auténtica verdad radica en el Universo. Son los hombres con la razón de la fuerza o más bien los que tienen la autoridad los que se han encargado de dañar por ejemplo el ecosistema.
Al final qué significa el poder, el dinero, la influencia, cuando no te la puedes llevar en una caja de roble.
Se ha dañado ostensiblemente la capa de ozono, los icebergs vienen andando, crecerán los mares hasta las orillas y edificios.
No, no es el apocalipsis.
No han suscrito todos los países el protocolo de Kioto, sobre el efecto invernadero.
Me dirán: imbécil, otro ecologista.
Cada vez se disparan más las «enfermedades desconocidas».
¿Este es el progreso por el que lucharon nuestros padres y abuelos?