Esta es la historia de un cowboy de Canadá. Es un día frío de diciembre, lluvioso, me interno desde la pradera con
el caballo el malo
y voy a mi rancho que en verdad es más bien una vieja cabaña. Me cojo un barreño de agua que he calentado previamente y me doy un baño caliente con jabón neutro. Que no sé porque le llamarán neutro, será porque no lleva perfume, conservantes ni colorantes.
Me seco profundamente y me acicalo para parecer un gigoló.
Me rasuro el pecho y me afeito la poca barba que llevo en el rostro.
Estoy vestido con mi camisa de cuadros, mi pantalón tejano y mis botos con espuelas.
El sombrero a la cabeza. Y me rio del mundo con
el caballo el malo
mi caballo que echa unos esputos que da asco. No sé porque compraría este caballo por un puñadillo de dólares.
Cabalgo al poblado, a la taberna de Tom, donde están las chicas más hermosas del contorno, fumo un habano que Willy ha traído, y me acerco a la rubia con lunaritos en la cara.
Tomamos dos birras (no dos birrias) y bailamos entre la intensa humareda que deja el tabaco.
El mundo se abre a mis pies y la chica, no sé que pensará si le gusto o no, porque pensar está pensando. Yo, como tonto, ya me hago ilusiones, mientras apuro un pitillo y termino la cerveza.
Afuera hace frío y mi ilusión es que se viniera a casa a ver televisión o a jugar a algo. Encendería la chimenea de la cabaña y no pararíamos de charlar toda la noche. Mientras pienso en coger el coche, que el mio es uno de esos, ya lo he dicho, una camionera Ford. Y el caballo lo dejaría en la cuadra de Joe por no tener que cabalagar con la noche fría. Y es que aquí, cerca de Vancouver, el frío te acecha en el bosque.
Imágen: http://www.flickr.com/photos/75133058@N00/3990036885/